El año 2020 arrancaba para mí como un año lleno de proyectos: terminar de hacer mis prácticas profesionales y obtener mi título docente, volver a las aulas a dar clases. Sin embargo, tenía algo inesperado con lo que poner en riesgo todos esos proyectos: la pandemia de COVID-19.
Sé que suena trillado, y deben de haber miles de artículos referidos a lo mismo, pero quería hacer mi aporte personal al tema. Esta pandemia la estoy viviendo desde las dos aristas: como estudiante y como docente.
Empecemos por el principio, después de haberme dedicado exclusivamente a mi maternidad por un año completo, decidí retomar mi vida académica y terminar mis estudios. Me inscribí en la facultad en febrero, tomando todos los recaudos necesarios puesto que llevaba más de un año de inactividad. Había reunido todo lo necesario para empezar, cuando apareció en el mapa este virus que metía miedo por todos lados. Al final, terminamos todos aislados y con las clases suspendidas hasta nuevo aviso.
Todo lo que había iniciado con el pie derecho, quedó en suspenso. Las prácticas profesionales se suspendieron hasta después de las vacaciones de invierno y las mesas de exámenes no se iban a tomar hasta nuevo aviso o hasta que lograran proponer los protocolos necesarios. Mientras esperaba los protocolos, empecé a estudiar: logré contactarme con algunos profesores por correo electrónico y asistí a una clase de consulta por videollamada. Repentinamente me dí cuenta de que todos mis apuntes en papel eran obsoletos y que necesitaba nuevos resúmenes hechos en computadora, sino las clases de consulta no me servían para nada.
Me encontré con otras dificultades cuando tuve que rendir. Dos ventanas de internet abiertas, la videollamada conectada por un lado, el examen escrito por otro. En dos horas, había que tipear como locos un texto lo suficientemente coherente y que los profesores pudiesen interpretar al leer. El nivel de estrés se fue a las nubes.
Al mismo momento que esto ocurría, me encontré con mis sobrinos cursando su secundaria de manera virtual. Me dispuse, como me dicta mi vocación docente, a responderles cualquier duda que les surgiera en su camino y acompañarlos a la distancia. Nunca está de más una mano. Me topé con consignas poco claras en su redacción, adolescentes que no tienen comprensión lectora y un desgano descomunal por hacer las actividades. Habían perdido el interés en las clases y los docentes no estaban ayudándolos a conectar con las materias.
¡Quedé asombrada! No solo yo estaba teniendo dificultades con el contenido de la facultad y los problemas que acarrea la didáctica a la distancia. Sino que me encontré con que los docentes no estaban preparados para esto, los había superado el internet y al no interesarse, estaban haciendo que sus alumnos tampoco se interesaran.
Entiendo que es algo nuevo para todos, que no estábamos preparados para algo de esta magnitud. Por eso, no deberíamos dejar de formarnos constantemente como docentes, no deberíamos dejar que nuestros alumnos se sientan abandonados a su suerte. Somos docentes, debemos formarnos constantemente y debemos estar ahí para cuando nuestros alumnos lo precisen: esa es la labor más grande, NUESTRA ELECCIÓN Y NUESTRA VOCACIÓN de servicio.