El amor por la enseñanza, vocación docente y sentido gramatical

Se me anima, desde el portal tusclasesparticulares.com, a que cuente o relate cómo descubrí o cómo surgió mi amor por la enseñanza. La verdad es que creo que se trata de un descubrimiento bastante precoz, incluso de una capacidad innata –y eso que, por cuestiones metodológicas, tiendo a ser más bien empirista-, pero intentaré explicarlo un poco en las líneas siguientes. ¿Os animáis a seguir leyendo y a conocerme un poquito más? ¡Adelante!

Probablemente, algo tengan que ver los genes. Mi abuelo materno, Agustín del Corral Llamas, apuesto profesor mercantil que estudió la carrera de Comercio, fue profesor de matemáticas durante muchos años, jefe de estudios y director de varias academias fundadas por él y otros compañeros antes de acabar como Jefe de Contabilidad del Ayuntamiento de Palencia; y su padre, mi bisabuelo Pepe, José del Corral y Herrero, fue profesor de matemáticas, un reputado matemático (amigo de Julio Rey Pastor, el colega de Cajal) dedicado en cuerpo y alma a la enseñanza. Yo no saqué su talento para los números, pues soy de Letras puras, de Humanidades, aunque la Lingüística, al menos desde principios del siglo XX con el maestro ginebrino Ferdinand de Saussure, no deja de ser una disciplina científica, pero no una ciencia formal (como la matemática o la lógica), sino una ciencia humana, de hecho, la lengua es una institución humana y social.

Desde pequeño se me dieron francamente bien las cuestiones lingüísticas y gramaticales, así que no es extraño que estudiara especialmente -y con fruición y delectación- todo lo vinculado al mester filológico. En las edades más tempranas, en Educación Primaria, se te da bien todo, o al menos en todas las asignaturas era un servidor bastante brillante (típico de dieces y sobresalientes, pero sin ser pedante ni repelente en ningún momento). De esta etapa que se llamaba EGB y que, cuando empecé a cursara, ya iba denominándose Primaria, conservo especial grato recuerdo de mi tutora de tercero y cuarto, en el CP Gómez Manrique de Toledo, Sagrario Ballesteros Peces, dama de gran cultura, exigente y a la vez entrañable que me tuvo, en cierta forma, como uno de sus alumnos predilectos y que, probablemente, influyó en mi amor por la enseñanza -o lo intensificó más si cabe-, en esa vocación docente que es tan trascendental en quienes nos dedicamos a ello ya que la profesión de profesor tiene mucho de oficio.

Luego, y tras cursar quinto y sexto de Primaria en el CP Ramón Carande y Thovar, ya en Palencia, acudí al instituto, donde tuve maravillosos y espléndidos profesores –con algunas excepciones infames bastante indeseables que es mejor no recordar, menos aún ciertas injusticias perpetradas por esos innombrables que, en ocasiones, nos depara el destino para enseñarnos a no ser nunca como ellos-. Debo destacar -y muy positivamente- a mis profesores de Lengua castellana y Literatura Carlos Redondo Torre (en primero y segundo, profe de Lengua todo el primer ciclo y tutor en primero), profesor genial cuyas explicaciones y esquemas me veo hoy día utilizando yo con algunos alumnos míos; a Félix Cortés Cañas (que también me dio Francés) y a Miguel Ángel Calleja de la Puente (profe de Lengua y tutor en cuarto), este último el primero en hablarme de algunos de los que serían grandes referentes míos como los lingüistas y gramáticos Emilio Alarcos Llorach, Salvador Gutiérrez Ordóñez o Leonardo Gómez Torrego, entre otros. También dejaron bella huella en mí -académica y personal- profesoras de Inglés como Montse Hernández Vázquez (tutora en tercero) o de Francés como Caty Hervella Ordóñez. Mi sincera y honda gratitud a los citados es manifiesta, como no podía ser de otro modo.

Ya en segundo de la ESO me recuerdo dando clases a mis compañeros de curso y, en efecto, de Lengua castellana y Literatura, algo que se repetiría en cursos sucesivos, en tercero, cuarto… Hasta tal punto que incluso en años posteriores daba clases a alumnos de cursos superiores al mío (por ejemplo, estando en cuarto de la ESO impartía clases a alumnado de segundo de Bachillerato) y es que, desde muy pronto, sentí gran atracción por las cuestiones gramaticales y de Lingüística, y un gran profesor, lejos de frenarme en mis ansias por aprender y adquirir conocimientos de esa materia y temática, no me cortó las alas, sino que me animó en mis inquietudes intelectuales, e incluso me ofreció gran bibliografía. Así, estando en cuarto, me daba libros de segundo de bachillerato, del antiguo o extinto COU -que siempre consideraron de mayor enjundia y dificultad que lo que había venido después- e incluso de primeros cursos de Universidad de tal suerte que a mis tiernos quince años me empapaba de libros de gente de veinte años. Eso hizo que al cursar, tiempo después, estudios universitarios (UNED, Universidad de Burgos) alguna profesora y tutora aludiera a mi profundo sentido gramatical, ese que según Alarcos algunos poseen –o poseemos- intuitivamente y los más deben adquirir con estudio y práctica. De ello, posiblemente, se derivarían varios sobresalientes y matrículas de honor en diversas asignaturas de la carrera, especialmente las vinculadas al ámbito lingüístico (fonología, morfología, sintaxis...). No obstante, ya anteriormente había tenido yo oportunidad de tratar -e incluso recibir generosos elogios, a buen seguro hiperbólicos- de algunos de mis grandes referentes, esto es, de excelentes filólogos, lingüista, gramáticos y catedráticos vinculados con el área de las Humanidades.

Desgraciadamente, circunstancias adversas me dificultaron el camino; en 2010 fallece mi hermano Alberto, que era hemipléjico y tenía parálisis cerebral -con la problemática que ello conllevaba-, y en 2013 muere mi madre tras un cáncer terminal, el anaplásico de tiroides -que solo tiene el 1% de la población mundial-, y durante su convalencia ejercí de enfermero las 24 horas del día. Mis abuelos maternos ya habían fallecido, en 2003 y 2004 –mi abuela, tras una terrible enfermedad neurodegenerativa, una brutal demencia-, precisamente en mi adolescencia, algo que me afectó mucho (mi abuelo materno era mi padre moralmente hablando); y mis otros dos hermanos, Joaquín José y David, fallecieron al poco de nacer. Mi madre, a pesar de venir de una familia muy ilustrada (ya cité que mi abuelo y mi bisabuelo fueron reputados profesores), tuvo la desgracia de ser víctima de la infame violencia doméstica por parte de un execrable y abyecto ser repulsivo (mi progenitor), por lo que padre tampoco tengo, y, además, mi madre era hija única (en consecuencia, yo no tengo tíos ni primos carnales), así que ello hizo que me quedara en esa soledad hirsuta de que habla el poeta. No en vano alguna gente del mundo intelectual me regalaría, desde la alta estima en que me tienen, el afable apelativo de "superviviente nato" por las referidas circunstancias de mi nada fácil trayecto vital.

Sin embargo, cuando me repuse de tantos baches y adversidades, con la inestimable ayuda de los buenos amigos y la buena gente -y alguna familia lejana de mi madre-, retomé mi pasión, la docencia, y volví a dar clases de Lengua castellana y Literatura (e incluso de alguna otra materia de Humanidades) a alumnos de ESO y, sobre todo, de Bachillerato, especialmente enfocado en aquellos que se enfrentan a las pruebas de acceso a la Universidad (e incluso a algunos para las pruebas de mayores de 25 años). Además de contribuir a la subsistencia, la experiencia no puede ser más gratificante: multitud de alumnos contentísimos y satisfechos con mis clases (y con sus aprobados), padres y madres muy agradecidos por la mejora del rendimiento académico de sus vástagos y yo muy feliz ante todo ello. Serían muchos los alumnos que podría citar (solo en los últimos tiempos: Pablo, Dani, Diego, Jorge, Valentín, Gustavo, Álvaro, Rubén, Jaime, Felipe, Dafnis, Rodrigo, Paula, Mario, etcétera). Es una labor reconfortante, pero, sobre todo, que requiere unas virtudes y cualidades que son inherentes a la ya mentada vocación docente. Además, siempre he seguido cultivándome en el ámbito filológico, desde las corrientes del estructuralismo y funcionalismo lingüísticos de la tradición europea, desarrollando trabajos, escribiendo algún libro o elaborando colaboraciones para distintos medios (El Universitario, Las nueve musas…).

Por otro lado, es bien conocida mi reivindicación de las Humanidades, de la Lingüística y de los estudios gramaticales desde la Educación haciendo atractiva y sugerente una materia que a veces puede parecer árida, abstrusa, compleja y difícil pero que se puede presentar asequible y sugestiva con pasión, dedicación, paciencia e incluso sentido del humor.

Como he dicho ya en muchas ocasiones, siempre mostraré un inalterable y total compromiso con la enseñanza de la gramática a pesar de que algunas actividades hayan sido tan injustamente denostadas, como el análisis sintáctico, pues, suscribiendo las palabras del gran sabio del idioma, Gutiérrez Ordóñez –discípulo de Alarcos-, constituye una práctica muy saludable y un ejercicio intelectual increíblemente provechoso. De hecho, como bien dice Gómez Torrego, la conciencia lingüística adquirida mediante los análisis sintácticos continuados contribuye a evitar las discordancias, los anacolutos, los dequeísmos, etc. Claro está que no puede convertirse, como a veces se ha hecho, en un sinsentido mecánico, en algo que se haga sin reflexión, sin método adecuado y, a veces, hasta con contraproducentes dosis de pedantería –hay que huir de excesivos formalismos, de la “arboreomanía” o culto al diagrama arbóreo y, sobre todo, al dogmatismo-, pero, bien realizado, el análisis sintáctico –como tantos otros ejercicios vinculados al estudio de la lingüística- por supuesto que contribuye y ayuda al dominio –oral y escrito- de la lengua precisamente por esa conciencia lingüística que se tiene del sistema, de la herramienta, del instrumento, esto es, del idioma. Claro que lo primero es leer, leer, leer, leer, leer y seguir leyendo; y luego escribir, escribir, escribir, escribir y seguir escribiendo (comprendiendo lo que se lee y reflexionando sobre lo que se escribe para que todos acaben expresándose con la debida corrección idiomática, tanto oralmente como por escrito) sin olvidarnos de nuestra rica tradición literaria, pero eso no está en modo alguno reñido con prácticas tan positivas como los ejercicios sintácticos; contraponer lo uno a lo otro se antoja una trampa saducea de nefastas consecuencias. Esto echa por tierra la supuesta inutilidad del análisis sintáctico, pero es que, aun en el caso de que no fuera útil –que ya hemos dicho que sí lo es-, ello no legitimaría su supresión, pues de igual forma ocurre con tantas otras cosas. Pondré un ejemplo que me toca muy de cerca –y suelo citar a menudo-: mi abuelo materno Agustín del Corral Llamas, profesor mercantil –hijo del ilustre matemático José del Corral y Herrero, gran amigo de Julio Rey Pastor (y este, a su vez, vinculado a Santiago Ramón y Cajal)-, tras muchos años dando clases de matemáticas, acabó de jefe de Contabilidad del ayuntamiento de Palencia y él mismo reconocía con su entrañable humor –que también era la piedra angular de la filosofía de Alarcos– que trabajando toda la vida con números nunca hubo de realizar una raíz cuadrada a pesar de haberla enseñado constantemente durante años en sus tiempos de docente. Igual que muchos transitan su vida sin recurrir a fórmulas químicas o clasificaciones taxonómicas de animales que, sin embargo, estudiaron en sus tiempos escolares. Es inevitable volver de nuevo a Gutiérrez Ordóñez para suscribir sus palabras: “Si nadie pone en duda la necesidad de conocer la estructura de una catedral gótica, ¿no hemos de estudiar el entramado de la más hermosa catedral que haya construido jamás el hombre, el lenguaje?”. Además, la lengua –y, por tanto, su dominio, el buen conocimiento del idioma, su comprensión en toda su complejidad- es la que abre la puerta a todas las demás disciplinas.

Y es que, como he dicho, de igual forma ocurre con tantas otras cosas que toca aprender en la adquisición de cultura general (¿habremos entonces de suprimir la poesía, la historia o la filosofía? Sería un delito de lesa humanidad), pero, además, en el ámbito gramatical, resulta fundamental para la maduración de las capacidades intelectuales de nuestros jóvenes y se puede hacer con profesores –como, verbigracia, este servidor- que conocen y aman su materia, con paciencia, sentido del humor y pasión por la asignatura y por la transmisión de conocimientos a las nuevas generaciones.

Dicho esto, creo humildemente que la profesión docente no es homologable a la medicina o la abogacía y la labor del profesor tiene mucho de lo que podríamos calificar de oficio (como aquellos correctores de estilo de los que hablaba Pérez Reverte como magníficos maestros) por cuanto, más que diversas teorías pedagógicas o corrientes de pensamiento filosófico relativo a la educación –por interesantes que puedan ser (o no)- y que algunos hemos devorado como corresponde a lectores voraces interesados por toda cuestión intelectual, lo que realmente hace óptimo a un profesor son ciertas cualidades intrínsencas, virtudes inherentes a la intensa y profunda vocación docente de quien domina su materia y la vive con tal pasión como para hacerla sumamente atractiva y transmitírsela a un alumnado con el que ha de conectar, y esto último tiene, nuevamente, mucho que ver con el carácter, paciencia y capacidades propias –diríase que casi innatas- del profesor (cuando las tiene, como el que posee el don de la escritura, un talento artístico o musical, gran destreza deportiva o, como este servidor, un profundo sentido gramatical), no en vano la educación ya fue definida como el oficio dedicado a la ilustración del alumnado, no para la acumulación de títulos y cursos de autoayuda con que emplear una retórica absurda (acientífica y diríase que importada de los mundos de Yupi) y, muchas veces, nociva y perjudicial. De la misma manera que pasar por una facultad de Filosofía y Letras no convierte a alguien en buen escritor o igual que grandes periodistas de magnífica prosa y con genial olfato de sabueso rastreador no necesariamente cursaron estudios de Periodismo, en la docencia, además del absoluto dominio de su materia, asignatura o área (que, esto sí, es algo imprescindible, y cuanto más estudio tanto mejor), han de darse unas características específicas que no aprendemos en las facultades –aunque hayamos asistido a ellas- sino que tienen más que ver con las cualidades propias de la persona –y de su ya mentada vocación docente- y no tanto con el aprendizaje de un aluvión de teorías pedagógicas (adulteradas, a su vez, por capricho de administraciones burocráticas ajenas a la realidad educativa), algunas de las cuales precisamente han derivado en pueril jerga de autoayuda que se ha revelado ineficaz y contraproducente. Hay que aunar tanto el fomento del espíritu crítico como el ejercicio de las habilidades memorísticas o nemotécnicas pues como afirmaba otro profesor: “Voy a decir una cosa: Cuando, en clase, te dejas de "innovaciones" y repites, repites, repites y repites... Y paras y explicas. Y vuelves a repetir. Y otra vez paras para ver qué no funciona, resuelves el problema, aclaras dudas y retomas, y de nuevo repites, repites y repites, llega un momento en el que tus propios alumnos agradecen tu esfuerzo, responden y terminan dándose cuenta de que aquello empieza a funcionar.”-, eso sí, acompañado de las muy saludables prácticas intelectuales como aquellas en que precisamente inciden, por ejemplo, (hablo, lógicamente, de mi materia, pero pueden establecerse casos análogos con otras) las actividades morfosintácticas, entre otras tantas, pues por supuesto que los alumnos agradecen muchísimo las explicaciones y la resolución de dudas sobre la materia en cuestión, y la motivación se consigue, no con palabras huecas, sino cuando el alumno ve en el profesor la persona que, en virtud de sus conocimientos, es capaz de enseñarle lo que desconoce y ayudarle a aprender lo que no sabe, con paciencia y dedicación, como los grandes maestros que dejan inolvidable huella, y eso no está reñido en absoluto con la mayéutica socrática de invitar a la reflexión, pero, una vez que se dan las pautas para poder desentrañar los distintos problemas que surjan. Por eso, en mis clases siempre hago que pierdan el miedo al fallo, que consulten todas las dudas, elevándoles la autoestima cuando consiguen asimilar cualquier cuestión y realizan de forma correcta cualquier ejercicio o análisis propuesto, animándoles a seguir trabajando en esa línea, incluso con anécdotas y ese necesario humor que puede combinarse con el rigor y seriedad de la materia impartida, y ese saber conjugarlo todo es lo que hace a los profesores buenos docentes de los que siempre se conserva recuerdo, como algunos de los que yo tuve, como mis propios antepasados (aunque ellos fueran de números y yo, de letras) y como he intentado –e intento- siempre, modestamente, hacer yo. Mis alumnos pueden dar fe de ello. De hecho, algunos exalumnos hoy son buenos amigos.

En resumen, como tantas veces reitero, el alumno siempre ha de ser el eje de toda acción formativa, en un clima de confianza, que no pierda nunca de vista los objetivos, y, por tanto, las clases particulares deben convertirse en un apoyo constante adaptándonos siempre a las necesidades del alumno, atendiendo a sus dudas, practicando y explicando, con ejemplos didácticos, los habituales fallos y errores, con paciencia, recursos y esa gran vocación docente ya aludida que se refleja en los resultados de aquellos a quienes he impartido e imparto clases y que, cada vez más, me han nutrido de mucha experiencia en el complejo campo educativo y que, en muchas ocasiones, son verdaderamente gratificantes. La docencia es una labor exigente, de mucha paciencia, que requiere dominio y saber conectar con los alumnos pero que, a la vez, puede resultar maravillosa.

Y, en fin, con estas líneas espero haber acercado un poco (a quien me lea) mi amor por la enseñanza en que se conjuga mi sentido gramatical, mis conocimientos filológicos y mi pasión por la Lingüística con una intensa, honda, profunda y esencial vocación docente.